“¿Quiénes somos? Nos hemos dado cuenta de que vivimos en un planeta insignificante que orbita en torno a una estrella del montón perdida en una galaxia remota de algún rincón olvidado de un universo en donde hay muchas más galaxias que personas” (Carl Sagan)
Nuestra galaxia, cuya espiral sólo podemos ver horizontalmente desde uno de sus extremos (donde está situado nuestro planeta) fotografiada desde la cima de una montaña. |
La astronomía es el arte de terminar sintiéndose diminuto. Pensar en la magnitud del universo que nos rodea es un ejercicio de perspectiva y de humildad. En nuestro ajetreado día a día pocas personas suelen detenerse para contemplar los cielos, o para pensar en ellos siquiera. Pero hagamos un pequeño experimento: imaginemos una nave con la que pudiésemos abandonar la Tierra y viajar a cualquier parte del universo sin preocuparnos por los límites de velocidad, para contemplar de cerca a algunos de esos colosos que en nuestras noches terrícolas parecen débiles e inofensivos parpadeos de fría luz. Esto es lo que la fotografía astronómica hace por nosotros: nos permite volar a rincones imposibles del cosmos —donde, de viajar realmente, seríamos instantáneamente reducidos a cenizas, o aplastados por gravedades inmensas, o consumidos por radiaciones devastadoras, o instantáneamente transformados en un quebradizo bloque de hielo— para que podamos observar de cerca las maravillas del espacio.
Hacemos despegar nuestra nave y viajamos en primer lugar hacia el sol, la estrella que proporciona energía a los seres vivos de nuestro planeta y que es literalmente el centro de nuestra existencia. Vivimos, dormimos y planeamos toda nuestra actividad en torno a sus designios. Cuando ilumina nuestras mañanas y nos acaricia con su cálido aliento pensamos que es como un padre benigno, pero la realidad es bien distinta: sólo tenemos que recordar aquella vez en que la radiación de ese mismo sol nos quemó la piel en la playa. Es cierto que vivimos gracias al sol, sí, pero también sobrevivimos a pesar de él, resguardados por la atmósfera y el campo magnético terrestres, los cuales ejercen de escudo protector contra la aterradora furia solar. Estar expuestos a una estrella es como vivir frente una explosión nuclear constante, que nos bombardea con toda clase de emisiones virulentas. Aunque el sol se nos antoja cercano en comparación con las mareantes distancias a las que están otras estrellas, y porque podemos verlo a simple vista como una esfera y no como un simple punto de luz, en realidad está muy, muy lejos de la Tierra. Un rayo de luz que sobre nuestro planeta parece moverse instantáneamente de un lugar a otro y que atraviesa continentes enteros en milésimas de segundo, tarda nada menos que ocho minutos en llegar desde el sol a la tierra. La distancia que nos separa de nuestra estrella local es —afortunadamente— enorme. Si nuestro planeta estuviese más cerca, seríamos instantáneamente cocidos en la cocina estelar del sol.
Pero, ¿qué veríamos si estuviésemos mucho más cerca del sol? Esta maravillosa imagen, un primer plano de la superficie solar, en la que por descontado está disminuida la luminosidad total, nos da una idea de lo que realmente es nuestro sol: un apocalíptico infierno, un violento océano en llamas cuyo interior late con el brillo de millones de bombas atómicas explotando sin cesar. Es tan grande que todo el planeta Tierra caería en él sin causar mayor trastorno que una diminuta bola de ruleta cayendo en una piscina de lava. Así, contemplando de cerca el Averno de su superficie, se explica que un astro tan lejano sea capaz de quemarnos la piel o cegar nuestros ojos desde una distancia tan grande, porque su poder es simple y llanamente inmenso:
Una vez hemos visitado nuestra estrella —la que nos da vida y también la que en cualquier momento podría matarnos con una simple tos de fuego— volamos hacia los límites del sistema solar y más allá. En los receptores de nuestra nave, las emisiones radiofónicas procedentes de la Tierra comienzan a hacerse algo más débiles. Conforme nos alejamos hacia las profundidades del espacio, el sol va menguando hasta parecer una estrella más en el mosaico celeste. En la nueva etapa de nuestro viaje, visitamos la estrella más cercana a nuestro sol, situada a unos cuatro años luz, que es además la tercera estrella más brillante del cielo nocturno a simple vista. Alfa Centauri, también conocida con el bello nombre de Rigil Kent, es extremadamente parecida al sol en tamaño y color; su brillo nos hace sentirnos como en casa. Pero al contrario que el sol —hijo único—, Alfa Centauri tiene una hermana, Alfa Centauri B. Es una estrella doble: dos soles gemelos que orbitan juntos. Y aún tiene una compañera más, la pequeña Próxima Centauri, que orbita cerca de las otras dos como una tercera hermana desterrada. Si hay planetas en torno a esas estrellas y alguien levanta la vista al cielo, podrá ver el amanecer de tres brillantes soles cada mañana:
Movidos por la curiosidad nos ponemos de nuevo en marcha para continuar nuestro viaje: volamos hasta las inmediaciones de la estrella Sirio, otra estrella vecina, situada a unos 8’5 años luz, el doble de distancia que Alfa Centauri. Queremos verla de cerca porque, cuando estamos de pie mirando el firmamento con nuestros propios ojos, Sirio es —después del sol—la estrella más brillante que podemos ver desde la Tierra. Comprobamos que Sirio no es amarillenta como el sol, sino completamente blanca, y que orbita junto a una diminuta compañera, Sirio B, una estrella enana que —pese a no ser más grande que el propio planeta Tierra— contiene tanta masa como una estrella normal. Cuando volamos en torno a Sirio descubrimos con asombro que es una estrella enorme, tiene prácticamente el doble de tamaño que nuestro sol:
Pero luego viajamos hacia Arturo, que a simple vista es otra de las estrellas más brillantes de nuestro cielo nocturno (es la cuarta más brillante, después de Sirio, Canopus y nuestra doble vecina Alfa Centauri). Es, si no una vecina del sol, sí una habitante del vecindario contiguo: está situada a unos 37 años luz, lo cual sigue siendo relativamente cercano en términos cósmicos. Al visitarla, el asombro crece porque esta inmensa bola de gas ardiendo en una aterradora fusión nuclear es incluso bastante más grande que Sirio, la cual es como una pequeña pelota de tenis junto a la enorme pelota de playa de Arturo. Empezamos a hablar ya de estrellas de una magnitud inconcebible: todo el planeta Tierra es, literalmente, como una imperceptible mota de polvo junto al gigante arturiano:
Pero por si todavía no nos ha entrado el vértigo ante las monstruosas magnitudes de estos astros, que hacen que nuestro sistema solar parezca un pequeño juguete insignificante, aceleramos nuestra nave para cubrir una distancia bastante mayor: 520 años luz. Nos acercamos a otra de las estrellas más brillantes del firmamento nocturno: la gigante roja Betelgeuse. Decíamos que Sirio es como una pelota de tenis junto al enorme balón de playa de Arturo… pues Betelgeuse hace que Arturo parezca una diminuta cerilla en comparación con el incendio de una vivienda. Nuestro sol ni siquiera sería apreciable en comparación y probablemente sería rápidamente absorbido por el coloso. De hecho, Betelgeuse es una de las estrellas más grandes de las que tengamos noticia:
Pero la roja hinchazón de Betelgeuse es el preludio de una muerte inminente. Los astrónomos creen que un buen día estallará como una supernova, algo que naturalmente no sólo será visible desde la Tierra, sino que durante un corto periodo de tiempo probablemente ilumine nuestras noches y prácticamente haga que vivamos veinticuatro horas de luz ininterrumpida. La traumática desaparición de Betelgeuse está muy, muy próxima, al menos en términos temporales astronómicos. Se calcula unos cien mil años como plazo probable para su explosión, pero dicho estallido podría suceder mucho antes. Betelgeuse es ya oficialmente una estrella agonizante. IPodría ocurrir que un buen día, tras el atardecer, notemos que no se hace de noche, y que ha surgido una brillantísima estrella, casi un mini-sol, en mitad del firmamento nocturno, que durante algún tiempo ya no será tan nocturno. Será es estallido mortal de Betelgeuse, una brillante luminaria que empezará a menguar cuando la explosión se diluya en una nebulosa de restos incandescentes, la cual podremos seguir viendo a simple vista en el firmamento, aunque la noche habrá vuelto a ser noche. La muerte de Betelgeuse cambiará por completo la fisonomía de Orión, una de las constelaciones más bellas y notables del cielo nocturno. Betelgeuse es la roja empuñadura de la espada del guerrero Orión, pero dentro de no mucho desaparecerá para siempre. Disfrutemos de la constelación mientras la roja Betelgeuse, el “rubí de Orión”, aún está en su sitio:
Comparando Betelgeuse con la ya colosal Arturo nos habíamos hecho una idea de su asombrosamente ciclópea envergadura. Pero, aunque parezca mentira, aún conocemos estrellas bastante más grandes que Betelgeuse, aunque algunas de ellas están tan lejos de nosotros que no destacan en el firmamento nocturno y sólo son visibles como pequeñas estrellitas de segunda o tercera fila. Por ello ni siquiera tienen un nombre propio, y nos referimos a ellas sólo con el código alfabético que se otorga a las estrellas aparentemente “menores”, algo así como la matrícula de un vehículo. Tendremos que prepararnos para un viaje mucho más largo: más de 5.000 años luz para visitar VY Canis Majoris, (o sea la estrella VY de la constelación del Can Mayor). No es una estrella en la que repararíamos a simple vista, perdida entre decenas de otras luminarias en esa misma región del cielo, entre ellas Sirio, que al estar tan cerca nos parece muchísimo más brillante. Sin embargo VY Canis Majoris no sólo es una supergigante roja, sino que es de hecho la estrella más masiva de la que tenemos noticia —entre dos y cuatro veces más grande que la gigante Betelgeuse—y una de las estrellas que producen una mayor cantidad total de luz, aunque en la lejanía apenas nos llegue un pálido parpadeo. Si VY Canis Majoris estuviese situada en el centro de nuestro sistema solar, no podríamos verla desde la Tierra… ¡porque la Tierra estaría dentro de la propia estrella! Es tan absurdamente enorme que durante un tiempo se creyó que ponía en tela de juicio todas las teorías establecidas sobre la formación de las estrellas y que obligaría a reconsiderar varios principios fundamentales de la astrofísica. Finalmente se redujo la estimación de su diámetro gracias a mediciones más fiables, pero aun así, su tamaño es tan aterradoramente descomunal que la única manera de hacernos una idea es representándola con un gráfico junto a nuestro sol, el cual sería apenas un irrisorio mosquito junto al horizonte de VY Canis Majoris. Sí, en esta ilustración, ese diminuto puntito blanco es el sol:
…la Tierra entera ni siquiera merecería un único pixel. La imagen real de VY Canis Majoris al telescopio no es, sin embargo, la de una esfera limpia. Fotografiada a una enorme distancia, la supergigante está rodeada por una nebulosa, formada por materia que la estrella ha ido expeliendo en lo que son las fases finales de su vida: lentamente, VY Canis Majoris se está deshaciendo en los estertores a su muerte. Al igual que Betelgeuse, también terminará estallando en épocas próximas. Cuando esto ocurra se producirá una «hipernova», una explosión con la energía de un centenar de supernovas normales: la cosa más refulgente, devastadora y terrible que podemos concebir en el universo. Afortunadamente, VY Canis Majoris está situada en regiones remotas del espacio. De haber estado más cerca de nuestro sistema solar, la radiación procedente de la hipernova podría haber barrido el planeta Tierra con consecuencias catastróficas y la humanidad hubiese desaparecido junto con la estrella. En la imagen, la hipergigante VY Canis Majoris, la estrella más grande conocida, rodeada de las nubes de materia que está expulsando en su agonía (aunque, hablando con propiedad, lo que vemos es lo que sucedió hace cinco mil años… el tiempo que ha tardado la imagen en llegar hasta nosotros. Quién sabe, VY Canis Majoris podría haber explotado ya y nosotros no lo habríamos visto todavía):
La explosión de una estrella es el fenómeno más luminoso del universo. En épocas pasadas llegó a poder verse alguna muerte estelar a simple vista, cuando de repente aparecía en el cielo nocturno una brillante estrella nueva (una “nova”) cuya aparición los antiguos astrónomos no podían explicar. Estas novas, visibles en el cielo durante días, semanas o meses, volvían a desaparecer progresivamente, dejando a los observadores intrigados sobre su naturaleza. Por lo general, sin embargo, las novas y supernovas ocurren tan lejos que no podemos verlas a simple vista y sólo son detectables a través de los telescopios. Se tiene noticia de bastantes novas y supernovas cada año, pero sólo algunas están a una distancia que permita obtener imágenes espectaculares. Por ejemplo, en 1987 una supernova estalló causando un espectacular anillo de restos incandescentes que pudo ser bien fotografiado por los astrónomos. Esto es lo que vemos justo después de la repentina explosión de una gran estrella. Si había algún planeta habitado orbitando en torno a ella, sólo cabría compadecernos de sus moradores:
Con el paso del tiempo, ya pasada la explosión inicial, los restos de las novas y supernovas forman lo que se llama una “nebulosa planetaria”, llamada así porque en los telescopios primitivos su diminuta imagen se parecía a la imagen también borrosa de los planetas. Pero la óptica moderna nos ha permitido descubrir que una nube de restos incandescentes procedentes de una nova es casi siempre un fenómeno de inconmensurable belleza. Como esta medusa espacial, una burbuja que flota plácidamente en la inmensidad del espacio y que no es sino el espíritu errante de una estrella difunta:
O la espectacular Nebulosa del Cangrejo, en la que podemos apreciar claramente cómo la materia y energía antaño concentradas en una estrella se han diseminado por toda una enorme región del espacio, tras el mortal estallido. Una gigantesca nube de despojos incandescentes que todavía brillan con intensidad:
Aunque no todas las estrellas mueren con una gran explosión. Decíamos que las estrellas, en su vejez, suelen expulsar parte de su materia al exterior. Algunas sencillamente expulsan casi todo su contenido y al final no explotan sino que quedan reducidas a estrellas enanas rodeadas de sus propios despojos. Tenemos ejemplos célebres de estas muertes lentas como la Nebulosa Anular de Vega, en la que un aro de materia desprendida de una estrella es todavía iluminada por lo que queda de dicha estrella, que permanece en el centro del anillo reducida a la triste existencia de una enana blanca. La “Nebulosa del Anillo” es visible a simple vista en el cielo nocturno, aunque se necesita un telescopio medianamente decente para empezar a distinguir su verdadera naturaleza:
Naturalmente, los telescopios modernos nos ofrecen una perspectiva más cercana y espectacular de dicha nebulosa, donde vemos ya con claridad la enana blanca en su centro que está iluminando el aro de materia desprendida. La estrella ha reducido demasiado su tamaño como para llegar a explotar algún día, así que la Nebulosa del Anillo permanecerá durante mucho tiempo con nosotros:
Una nebulosa en forma de anillo puede parecer la consecuencia simple y lógica de una estrella que está expulsando su propia sangre al espacio, pero existen ejemplos bastante más barrocos y fascinantes. Pongamos en marcha nuestra nave para acercarnos a la nebulosa Ojo de Gato, otra estrella que ha ido soltando materia a su alrededor hasta formar una intrincadísima forma que puede parecer el producto de un laboratorio de efectos cinematográficos, pero que no, es completamente real:
Y aún otro ejemplo tanto o más inquietante de estrella moribunda que desprende materia en torno a sí hasta formar un intrincado mosaico de luces y sombras, es la Nebulosa del Esquimal. También parece el producto de la imaginación de un técnico cinematográfico, pero existe realmente y es claramente visible la estrella central que ha provocado la aparición de esta especie de catedral celeste:
Sin darnos cuenta, explorando estrella tras estrella con nuestra nave, nos hemos ido alejando de la Tierra e incluso nuestra radio ha quedado en silencio. Ya no nos llegan señales de nuestro mundo: las emisiones que la humanidad está produciendo en pleno siglo XXI tardarán miles de años en llegar a donde está ahora la astronave; para entonces nadie recordará que una vez partimos hacia el espacio y la civilización de la que procedemos quizá habrá evolucionado —para bien o para mal—hasta ser tan distinta que no podríamos llegar a reconocerla, ni a entender sus costumbres o su idioma.
En la silenciosa soledad del espacio, descubrimos que el universo es algo que nada tiene que ver con los afanes y andanzas de los hombres. Gigantes esferas de fuego que rugen despidiendo terroríficas oleadas de luz y calor; planetas gaseosos gigantescos como dioses, nebulosas de polvo tan extensas que ninguno de nuestros cohetes podría recorrerlas de una punta a otra en varias vidas; descomunales océanos de aparente vacío donde el toparse por casualidad con un asteroide mediano o con cualquier otro objeto digno de consideración sería más improbable que acertar doscientas veces seguidas la combinación de números de la lotería. Ahí fuera todo es de tal tamaño; todo arde con tanta furia o está tan frío, rígido y silencioso; todo brilla con tanta intensidad o está tan oscuro, que de repente las pequeñas aventuras de los humanos parecen insignificantes: ¿quién se ha detenido alguna vez a pensar en lo que siente una ameba, un ácaro o una bacteria del moho del pan? En ese instante, alejados de la Tierra y flotando en algún lugar del espacio donde ya no podemos reconocer las constelaciones, se nos antoja que la raza humana es como la bacteria del moho que ha salido sobre una insignificante esfera de hierro, llamada Tierra, la cual gira en torno a una estrella que ni siquiera es especialmente destacable.
Y sin embargo no somos tan insignificantes, porque por enorme y ajeno a nosotros que nos parezca el universo, formamos parte de todo ello. No lo contemplamos desde fuera ni somos convidados de piedra al espectáculo cósmico. Nuestra carne y nuestra sangre están hechas de materia que un día formó una de esas coloristas nebulosas; somos una más de las creaciones en el inacabable universo conocido, de hecho somos uno de sus más complicados productos. Sí, apenas pasamos de ser un punto inapreciable en el total del espacio y un parpadeo efímero en el total del tiempo, pero no sólo estamos hechos de los mismos átomos que componen las maravillas que vemos a través de los telescopios, sino que —en cierto modo—podemos abarcar todo ello en nuestra mente, la cual, que sepamos por ahora, es más compleja, misteriosa e inabarcable que cualquiera de esas inexplicablemente extensas galaxias que pueblan la inmensidad del cosmos.
Aparcamos nuestra nave por el momento. Próximamente seguiremos viajando para contemplar más imágenes del cosmos, las que están más cerca (si es que puede usarse la palabra “cerca” cuando hablamos del espacio sideral) y las que están más lejos, y maravillarnos no sólo de su belleza, sino del hecho mismo de que seamos una parte importante de ellas. Aunque nadie ahí fuera haya oído nunca hablar de nosotros.
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